Yo no voy a dar una opinión. Voy a hablar de mi experiencia. Nací y crecí en un hogar donde la hebra, la tela, la tijera, el metro, la mesa para el trabajo, la máquina de coser, eran fundamentales. Y digo fundamentales porque todos aquellos materiales y herramientas daban fundamento para la vida diaria.

Texto de Andrea Borrero

Me han contado que mi madre nos tejía saquitos a todos… desde el más grande hasta la más pequeña (yo), y hasta a las muñecas les llegaba saquito. Cada uno con botones igualitos, los mismos colores usados de diferente manera, pero eso sí, que todos quedaran bien abrigaditos para enfrentar los fríos de la Bogotá de esos tiempos, en los años 60.

Mi infancia transcurrió observando a mi abuela tomando medidas a sus clientas, cortando la tela después de un concentrado ritual con oración y ofrenda. Aún escucho el sonido de su gran tijera zigzag cortando la tela, y después las tardes enteras pedaleando la máquina Singer mientras yo jugaba a su lado y observaba su oficio. 

Me vestía con vestidos que ella misma bordaba con nido de abeja. Se demoraba siglos, y yo feliz me los ponía e iba a saltar charcos, a subirme a los árboles y a buscar ranas en el jardín.

También nos tejía unos gorros a crochet con muchos colores para abrigarnos la cabecita cuando salíamos de paseo.

Todos los retazos eran mis mejores tesoros y con ellos empecé mi primera aventura textil: haciéndoles ropa a mis muñecas.

Luego, cuando emprendí mi vuelo y me vine a Chile, el oficio textil siempre me sostuvo. Tejí mucho para mis hijos cuando eran pequeños. A mi hija mayor, siempre le hacía lindos vestidos, aunque nunca tan elaborados como los que me hacía mi abuelita, pero a ella le gustaban y se los ponía feliz. Me hice mi traje de novia, las cortinas de mi casa, los cojines, manteles y muchas muñecas de tela.

Al coger una hebra en mi mano, ya me conecto con algo muy mío, muy propio, de mis raíces.

Quizás por eso, y en la eterna búsqueda por una conexión más amplia y profunda con la vida, siempre he estado en el círculo virtuoso del aprender y enseñar. Es mi forma de desarrollarme y mi forma de devolverle al mundo lo que me da y por último o por primero, darle cabida a mi necesidad de pertenencia.

Empecé desde muy joven a compartir saberes, a armar equipos y grupos de trabajo, a congregar personas que trabajan el oficio textil para conocerlas, para que me conozcan, para que se conozcan entre sí. Años haciendo talleres a personas de todas las edades, a agrupaciones de artesanas…y observando el bienestar de compartir esas instancias con los demás. Descubriendo que nuestro oficio es la construcción de nuestra segunda piel, nuestra amiga aguja nos ayuda a reparar, nuestras lanitas nos entrelazan, cobijan y sostienen. 

A través de mi trabajo de tejeduría, la presencia de la pertenencia ha aparecido en mí. Gracias a ese tramar sola en mi taller y ese tramar con otros, hoy tengo un lugar propio y un lugar compartido. He tejido mi propia patria. Puntadas en soledad y puntadas con mis pares.

Durante mucho tiempo en mi peregrinaje encontraba agrupaciones de artesanas, grupos de mujeres que las une el territorio, la historia, su pueblo originario, una hebra invisible que las une. Eso es muy potente y además de sorprenderme, a veces me dolía mucho por mi eterno desarraigo.

Esa es la razón secreta y profunda que me ha impulsado durante más de diez años a sostener el Festival de la lana. Es el camino que me ha dado una pertenencia. Y no tiene que ver con un territorio específico y geográfico. Es una pertenencia de experiencia hecha puntada por puntada. Cuando nos reunimos, nos mostramos lo que hacemos, un poco de lo que somos, aprendemos, enseñamos, creamos juntas, hablamos de nuestros temas, es un gran regalo que enriquece el alma de todas.

Tejer esa red, amorosamente, intencionalmente, dedicada mente, ha sido fundamento en mi vida desde hace diez años.

Y una de las cosas que más me impulsa a seguir haciéndolo, con responsabilidad, es que he conocido a muchas mujeres que a través de los años han crecido, se han fortalecido, se han salvado, gracias al oficio textil y gracias a su apertura al compartir su experiencia a través de su trabajo.

Por un lado, está aquel espacio tiempo íntimo, solitario en el que cada una trabaja creando. Algunas veces en silencio, otras, acompañada por alguna música que nos conecta con algo propio, algunas veces con el sonido de los pájaros o del mar, allí donde la inspiración es un misterioso regalo.

Por otro lado, aquel tiempo y espacio que se genera en el quehacer con otras, en el que todo está en abrirse a dar y recibir para completarse con los demás.

Yo sé hacer esto… ¿Quién quiere aprender?

Yo quiero aprender a hacer esto… ¿Quién me puede enseñar?

 A veces cuesta. Las expectativas, las resistencias y reservas, las envidias y recelos también tienen lugar en este mapa textil. Pero eso casi siempre cae después de conectar con la mirada y el valor que tiene ese territorio compartido y entonces allí, nos pertenecemos.

Mi abuela le enseñó a mi mamá y a mí. Yo le enseñé a mis hijos. Ahora le enseño a mi nieto León, que con ocho años ya tiene en su habitación un telar hecho por él, de mil colores. Esa es la hebra que ha ido haciendo la madeja de mis tiempos.

El trabajo con mis manos y las hebras, el trabajo con mis pares y mi espíritu, son un gran fundamento para mi vida. Y sé, porque he visto y compartido esa construcción, que es así para muchas mujeres también.