“¿Dónde están?” Retazo a retazo, llenas de color y denuncia, las arpilleras fueron piezas artísticas textiles empleadas a modo de grito reivindicativo durante la dictadura de Augusto Pinochet. Obras usadas como medio de comunicación para resistir y enfrentar al régimen, con las que sus creadoras, aguja en mano, ocuparon los espacios públicos para compartir sus experiencias de dolor y su voluntad de resistencia. Pero su poder no solo residía en el resultado, sino en el proceso: los grupos arpilleristas ofrecieron a las mujeres un espacio de consciencia y memoria donde preservar los valores democráticos y tejer una red de seguridad y apoyo. Como ellas, a lo largo de la historia miles de mujeres han hecho uso de la práctica y el arte textil como elemento de reivindicación y como fuente de sustento y protección.
Años después, los retos a los que debemos hacer frente no cesan y se agravan cada día: la desigualdad social y económica aumenta mientras disminuye y se mal distribuyen los recursos naturales. A su vez, las sociedades refuerzan un modelo de consumo insostenible y contaminante, señalando y persiguiendo a quienes se atreven a enfrentarlo, especialmente en el ámbito de la defensa medioambiental, que según Global Witness dejó al menos 220 personas asesinadas en todo el mundo en el año 2020.
Nuestro planeta, hoy al borde del colapso ecológico, pide urgentemente un cambio de rumbo y la creación de un nuevo modelo de vida y relaciones para que el esfuerzo de hoy haga del mañana un lugar seguro, justo y habitable para todes.
Por ello, desde todos los lugares del mundo asistimos a la creación de colectivos y movimientos, muchos de ellos impulsados por mujeres que, como las arpilleristas, enhebran sus agujas con sus saberes textiles como arma para coser mantos de resistencia y cambio. Desde esa intervención político-estética, que nace de la reflexión y el tiempo, de la consciencia sobre la profunda relación que nos une a la naturaleza, han logrado subvertir acciones violentas desde nuevos discursos y prácticas, conocedoras de la fuerza del tejido humano como fuente de protección y crecimiento. Como recuerda la periodista Pilar Assefh, del colectivo Periodistas por el planeta, “cuando la lucha feminista y climática se entrelazan en una misma, pasa algo muy poderoso.”
Como documenta el estudio “Luchas de mujeres defensoras contra el extractivismo minero en el Abya Yala“ elaborado por la red latinoamericana de mujeres de derechos sociales y ambientales, “las consecuencias y afectaciones en el caso específico de las mujeres (…) se expresan en afectaciones a su territorio cuerpo, territorio tierra y territorio organizacional”, así como en la ruptura de procesos organizativos-comunitarios (…) hasta la violencia sobre la espiritualidad de las mujeres que las conecta con su medio, entre otras.”
Trabajar por una transición energética que tenga la justicia social y ecológica como bandera, es sin duda el gran reto al que debemos hacer frente en las próximas décadas. Sin embargo, para que no se reproduzcan las lógicas actuales es imprescindible ampliar nuestra mirada y observar a ambos lados, y especialmente atrás, para recuperar prácticas y saberes que desde su ejemplo ayuden a tejer un sistema alternativo de relaciones y una nueva red sobre la que sostenernos. Entre ellas aparecen de nuevo con fuerza, de la mano de sus propias maestras, las prácticas y el arte textil.
Bordar, tejer o hilar, prácticas históricamente asociadas al espacio doméstico y femenino, son reivindicadas con convicción como ejemplo de esas relaciones que queremos construir y del nuevo mundo hacia el que queremos transitar. Se hilvanan y erigen, como lo hacen la palabra o la pintura, como un acto de trabajo, unión y comunicación revolucionarios, que desafía las dinámicas estructurales de la violencia bajo nuevas formas, colores y símbolos.
Desde todos los rincones de Latinoamérica y del mundo, muchas mujeres encuentran en el arte y trabajo textil una labor de sustento y creación artística; un lugar de memoria, conciencia y unión, de lazos y de fortalecimiento, de crear por las que ya no están y por quienes vendrán, especialmente en aquellos lugares donde sus cuerpos y voces han sido agredidos o desterrados en pro de un sistema capitalista extractivista, patriarcal y colonial. Las artistas textiles, así como tantas artistas de disciplinas fuertemente estigmatizadas e históricamente despojadas de su gran capital cultural y humano, bordan su propia bandera y la llenan de mensajes para salir a las calles, enfrentar al sistema y defenderse a su vez de él.
Así lo demuestran movimientos como “Bordando feminicidios”, surgido en México en 2011, un colectivo para recordar a las mujeres asesinadas a través del bordado de sus historias, en un acto pausado y consciente de construcción, dignificación y memoria. Ejemplo de ello lo es también el movimiento iniciado a raíz del estallido social chileno en octubre de 2019: la artista e historiadora chilena Karen Rosentreter Villarroel, quien impulsó desde Barcelona el proyecto “Mil agujas por la dignidad”, con el objetivo de agrupar a artistas textiles y personas interesadas en bordar mensajes acerca de la realidad chilena y de la compleja situación que existe en América Latina con respecto a la defensa de los Derechos Humanos.
En su manifiesto queda impregnado un mensaje que transgrede la época y el momento, reclamada con la punzante lengua de sus agujas, donde recuerdan que “las y los textileros repartidos por el mundo nos unimos a una sola puntada, a un solo corazón, porque a las ideas le crecen alas cuando son colectivas, cuando van direccionadas a un bien común”.
Ese bien común nos recuerda que el arte y trabajo textil aunque representan un oficio a menudo individual, se piensa y siente en colectivo, y con él muchas mujeres ocupan y reivindican el espacio público y artístico del que durante tanto tiempo se las ha mantenido privadas, donde encuentran a su vez un manto para cobijarse.
Como describe Andrea Borrero, directora del Festival de la Lana (Chile, 2022) “A través de mi trabajo de tejeduría, la fuerza de la pertenencia ha aparecido en mí. Gracias a ese tramar, sola en mi taller o con otras, hoy tengo un lugar compartido. He tejido mi propia patria. Puntadas en soledad y puntadas con muchos otros pares”.
Así lo relata también Eleonora López, experta en tejidos precolombinos y en telar chilote, quien relata desde su experiencia cómo muchas de las personas a quienes da clase encuentran en ese espacio de calma y aprendizaje un espacio de hermandad y un proceso de sanación. Desde su propia piel, afirma que convertirse en tejedora fue un acto político de resistencia: “Crecí en un ambiente donde los oficios femeninos estaban muy mal valorados y fue una manera de reivindicar y valorar esa tarea desde una perspectiva de libre elección.
(…) Cuando empecé a tejer, tuve un deseo muy grande por salir del ritmo que nos exige la vida contemporánea. Siento que es una herramienta para combatir la violencia que nos controla y somete.”
Se construye con las manos y el corazón, percibiendo la suavidad o aspereza de los hilos, la lana, la tela o la fibra. Al calor del grupo, y mientras las manos se mueven de manera independiente, los ojos aprenden y se detienen frente al movimiento ajeno, invocando con la humildad de los dedos, historias de herencia y futuro. En esos espacios de calma y creación se trenzan y refuerzan nudos, se comparten vivencias mientras se conecta el cuerpo con el interior y el exterior a través de texturas, símbolos y movimientos repetitivos. Esa red de confianza y contención que se genera; ese abrigo y mantra que se recita a través de las manos y las hebras; esa tarea tan pura como subversiva para el sistema; el trabajo con las otras y con el propio espíritu es la urdimbre sobre la que podemos reposar, cualesquiera que sean los hilos, cualesquiera que sean las luchas que vengan después.
La construcción de alternativas de vida con justicia de género y ecológica en los territorios vulnerados por empresas extractivistas topa frontalmente, una y otra vez, con los intereses de los agentes de poder que han ejercido su violencia impunemente por siglos.
Pero de la consciencia de esos abusos también ha surgido la convicción y necesidad de las comunidades a no renunciar a su defensa y valores. Del mismo modo que, como comparte Eleonora López, los tejidos precolombinos en el norte de Chile “quedaron preservados gracias a la sequedad del desierto y la salinidad del suelo”, de las condiciones aparentemente más adversas, nosotras, como parte de la naturaleza, encontramos en ello nuevas maneras de sostenernos y ayudarnos a resistir y rexistir.
Esos hilos de unión, esa voluntad de sostén, aprendizaje y reexistencia que se crea, colorea y refuerza al calor de la comunidad, trasciende la práctica concreta de una actividad, y germina desde el arte textil pero también desde la música, la pintura, la palabra escrita o el juego. Como describe Pía Berdiñas, socióloga que ha desarrollado gran parte de su trayectoria en el ámbito del arte, la educación popular y el juego, “la posibilidad de reunirnos y reirnos entre mujeres en un espacio de intimidad que brinda una labor tranquila, abre la posibilidad de cambiar la mirada sobre nosotras mismas y sobre cómo nos ven, y sobre la fuerza con que podemos incidir en el mundo.”
El arte textil constituye, además, un documento histórico de incalculable valor. La semiótica del textil es, expresada en palabras de la experta en bordado latinoamericano Tamara Marcos “un sistema de símbolos que forma un lenguaje para la comunicación humana”, y que nos acerca a los bordados de los pueblos nativos de Latinoamérica, dejando testimonio de su cosmovisión, de su relación con la naturaleza, del respeto a un proceso que inician desde cero con los elementos que esta les brinda. Los textiles son visiones que fijan miradas, historias repetidas que viajan a través de los siglos y los territorios.
Hoy más que nunca es momento de recuperar y reivindicar esas manos, esas miradas a veces cansadas, esas voces que se expresan más allá de sus voces. Es momento de acercarnos, descifrar y visibilizar lo que, en palabras de la investigadora Belén Ruiz Garrido, es el «mapa de presencias y huellas» que nos deja la historia escrita en femenino del trabajo y el arte textil. Momento de reivindicar y recuperar, como recuerda el manifiesto de -Mil agujas por la dignidad- “Las hazañas de guerreras textiles que no caben en los libros de historia para recordarlas.”